VIDA MARINERA
La ría de Ares se sitúa en el centro del Golfo ártabro, como el geógrafo Otero Pedrayo nombró al peculiar sistema litoral conformado por las rías de A Coruña, Betanzos, Ares y Ferrol en honor a sus pobladores originarios, que los romanos conocieron como ártabros. La riqueza de la ría en pescado y mariscos, alimentada por la lama del río Eume, convocó la vida de los ártabros cara a ese mar interior, que costeaban en embarcaciones de madera, mimbre y cuero curtido. Según lo deducido a partir de las fuentes, practicaban la pesca de bajura en los meses de verano, y también el marisqueo de moluscos como el mejillón, el berberecho, la ostra o la almeja, pero también de crustáceos como el percebe.
Como el resto de las rías gallegas, el Golfo Ártabro fue enclave singular en la navegación atlántica del mundo antiguo, por su abundancia en abrigos naturales y su posición central en la confluencia de las grandes corrientes oceánicas, que obligaban a la necesaria parada en los puertos galaicos, durante el tránsito marítimo entre el sur o el norte de la fachada atlántica.
Con la romanización, se abre la ría de Ares al comercio de pescado y mariscos, y las artes experimentan mejoras técnicas, en continuidad con la tradición marinera ártabra. Nuevas redes, embarcaciones más seguras y una mejor pericia en las artes mareantes permiten la navegación de cabotaje y las primeras experiencias en la pesca de altura.
Se abren las grandes rutas marítimas con la propia Roma y Bética, y la explotación pesquera se intensifica para satisfacer las exigencias del mercado imperial, que representa un diez por ciento de las capturas, cifra espectacular en la altura.
La ostra, junto a la lamprea, es la especie de lujo en la mesa de las élites romanas, y si la desembocadura del Miño o del Ulla son referencias en el comercio apetecido del pescado, el Golfo Ártabro se distingue en el comercio del no menos apreciado molusco. En los primeros tiempos, se transportan ambas especies en tinas de agua de mar viva.
Entre el siglo II y el siglo IV, los romanos introducen la salgadura, que alumbrará el nacimiento de la villa de Ares como potencia en la salazón de pescado.
La especialización de Ares en la salgadura condición la tipología de aparejos y embarcaciones características de su muelle, y también de las artes de la pesca. La tradicional discordia entre mareantes sobre la preeminencia de la traíña y las artes eméritas en la pesca de la sardina fue superada en Ares, como en otros puertos de las Rías Altas, por el arte de la ‘tarrafa’, más apropiada a las necesidades de la industria de la salazón.
La ‘tarrafa’ era una red de cerco con paño de seiscientos cincuenta metros de largo y sesenta y cinco de alto, que exigía barcos de cierto tonelaje. Se introdujo a principios de siglo XX, procedente del Mediterráneo, no sin polémica. Su capacidad de arrastre entraba en conflicto con la pesca tradicional, pero se acabó imponiendo por su rendimiento industrial.
Las tarrafas, como eran los llamados barcos que desplegaban el cerco, fueron en su inicio de remos, pero rápidamente se adaptó la vela, para posteriormente introducir el vapor o el motor de gasoil.
Por el calado, no podían atracar en las rampas o lengüetas de la playa aresana, y eran servidas por lanchas que tanto servían para trasladar la carga de sardinas y jureles en cestos de mimbre para embarcar la tripulación, como de punta de lanza en el despliegue de los cercos.
Atopamos los orígenes de las cofradías de pescadores en las agrupaciones colaborativas para rentabilizar el trabajo común en las tareas relacionadas con la pesca. De lo que no hay duda es que en sus albores aparecen relacionadas con la religión porque probablemente la relación de convivencia en las villas marineras giraba alrededor de las ideas religiosas que invitaban a mantener la unión frente a enemigos potenciales. De aquí que el nombre de la cofradía, ligado a la solidaridad y tradición cristiana, se mantenga hasta lo de ahora. La cofradía de pescadores de Ares, heredera del antiguo gremio de los mareantes, sigue organizando cada mes de julio la procesión en honor a la Virgen del Carmen.
Con el tiempo, se consolidaron como auténticas corporaciones reguladoras de la actividad extractiva y sobre las artes de pesca que se debían utilizar para minimizar los daños y asegurar las campañas.
La imagen de la ribera aresana, de su parte urbana en concreto, no se reconocería sin sus cuatro rampas o lengüetas.
Estos conjuntos de piedra que se adentran en el mar facilitaron en su día las tareas de carga y descarga asociadas a la pesca y a la industria de la salazón. Desde la construcción del puerto pesquero, sirven de acceso a los arenales o de trampolín para sumergirse en las aguas de la ría, además de acoger el puesto de socorrismo estival.
Como anécdota, cabe decir que muchas generaciones de aresanas y aresanos aprendieron a nadar tras ser empujados al mar desde la rampa grande (o rampla grande, como le llama la vecindad). Los mismos chicos y chicas eran los que utilizaban luego la antigua grúa, instalada allí para ayudar en las tareas marineras, como trampolín para sus saltos cuando la marea subía.
En ausencia de las rampas de acceso a la tierra, los vecinos y vecinas de Cervás y Chanteiro buscaron soluciones que facilitasen los accesos para las salidas a pescar en esa zona de la cuesta. De aquella el pulpo, pescado al espejo o a la sella, era el producto estrella de la zona.
Construyeron en la parte baja del acantilado de la ensenada de Ansuela (lugar de Figueirido, Aguamexa,…) alpendres con el fin de dejar los aparejos de pesca que usaban a diario e incluso subir por allí los botes, protegiéndolos del trabajo del mar.
Los alpendres pueden contemplarse desde la ruta de senderismo que recorre la costa aresana, desde el mirador del Petelo hasta el castro de Santa Mariña.
La tradición musical gallega da testimonio de la importancia de la vida marinera en el desarrollo de la sociedad gallega. Ares no es ajeno a esta estrecha vinculación. Por todos es conocida su querencia por la música en todos los ámbitos, pero muy particularmente en la música grupal o coral.
Prueba de esto son las rondallas o comparsas formadas por las tripulaciones de lso barcos aresanos, como la llamada “Los del Liraña” (1928), que faenaban en el barco que les daba nombre, o la comparsa “Los del Marengo” (1953).
Pero la importancia del mar en la vida social aresana no se restringe a la música, sino que abarca también otros ámbitos como el deportivo germinando, por ejemplo, el Club de Remo Ares en las mentes y cuerpos de la gente del mar, o mismo el del luto, donde toda la villa acompañaba a las familias en los entierros de los marineros.
El Ares tradicional fue siempre villa entre el mar y la tierra, y logró una preciosa simbiosis, hoy admirable, desde el punto de vista ambiental. En los tiempos más duros, la supervivencia se cifraba en el enigma del mar, no siempre generoso, y en la regularidad de la matanza. Y ambos ciclos se alimentaban entre sí.
El marisco, lejos de ser lujo, servía la mayor parte de las veces para abonar las fincas. El “saín”, grasa sobrante del prensado de la sardina, daba para pinturas y alumbrados. Y el escamado y la “xebra”, racimo de algas de ribera, colmaban los estercoleros.
Nada se perdía. Todo terminaba en la ceba del puerco, que cada año, con puntualidad ritual, proporcionaba el suplemento de proteínas necesario para sostener la vida difícil de mareantes y mariscadoras.
Quien no tenía para la matanza se contentaba con la xurela, que no entraba en la salgadura por el exceso de tamaño, y era denominada por el saber popular como “el cerdo de los pobres”.
La vida de ártabros y ártabros fue siempre esa. La de saber conciliar la cultura de la tierra con la cultura del mar, y continuar siendo.